Elección judicial: donde la oposición no tiene nada que reclamar

Luis Miguel Santibáñez Suárez
La elección judicial del pasado 1 de junio marcó un punto de inflexión institucional para México. Por primera vez, los integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el Tribunal Electoral, el Tribunal de Disciplina Judicial y otros órganos del sistema judicial fueron elegidos mediante voto popular. Esta reforma, de profundas implicaciones estructurales, no surgió de un diagnóstico técnico consensuado ni de una presión social organizada, sino de una narrativa que ganó legitimidad en medio de un contexto de creciente desgaste institucional: el descrédito acumulado del sistema de justicia, la percepción generalizada de impunidad, el desdén de muchos jueces por rendir cuentas y la desconexión del Poder Judicial frente a las causas ciudadanas. Un Poder Judicial que, se decía con razón, respondía más a las élites que al ciudadano común.
En ese contexto, la propuesta de “democratizar la justicia” mediante las urnas fue ganando fuerza. Lo que en otro tiempo habría sido impensable —elegir ministros, magistrados y jueces como si fueran diputados o alcaldes— se presentó como una vía legítima para acercar la justicia al pueblo, como una corrección al elitismo judicial. Y esa narrativa prosperó, en gran medida, porque encontró escasa resistencia. Los partidos de oposición, lejos de articular una defensa técnica del modelo republicano, arrastraban su propia corresponsabilidad en la degradación del sistema judicial. Durante años, administraron o permitieron las condiciones que derivaron en una reforma con amplio respaldo social.
Cuando llegó el momento de participar, la oposición institucional optó por el repliegue. Renunció a presentar candidaturas competitivas, no construyó una narrativa alternativa, y fue incapaz de defender públicamente la autonomía judicial desde una perspectiva ciudadana. Algunos actores se limitaron a criticar el modelo desde la comodidad del café o la sobremesa, sin capacidad de movilización ni propuestas concretas. Otros, simplemente, guardaron silencio. Esa omisión —más por impotencia que por estrategia— dejó el terreno libre para una elección sin competencia real, más allá de las propias candidaturas entre sí.
Este abandono no puede entenderse sin revisar el desgaste interno de los partidos que por décadas dominaron el escenario político. En el caso del PAN, el deterioro comenzó cuando dejó de ser una comunidad de principios para convertirse en una plataforma pragmática de acceso al poder. El éxodo de figuras históricas como Pablo Emilio Madero, Bernardo Bátiz y Jesús González Schmal fue una advertencia temprana desde los años noventa. En lugar de renovar su vocación republicana, el partido fue cedido a estructuras de control local —como los Yunes en Veracruz o los Moreno Valle en Puebla— que desdibujaron su identidad doctrinaria y fracturaron su legitimidad.
El PRI inició su declive tras perder la presidencia en el año 2000. Con el colapso del régimen presidencialista se extinguió también la disciplina interna que le daba cohesión. Lo que siguió fue una lenta descomposición en cacicazgos regionales, fuga de liderazgos y pérdida sostenida de identidad. Más adelante, con el regreso al poder en 2012, el “nuevo PRI” pareció empeñado en ejecutar —paso a paso— su propia ruta de extinción. Hoy, aunque subsiste en términos formales, su proyecto político está agotado. En la elección judicial, su presencia fue meramente simbólica.
El PRD, por su parte, no resistió el fenómeno que ayudó a construir: el liderazgo de Andrés Manuel López Obrador. A partir de 2012, gran parte de su militancia y dirigencia migró a Morena. Lo que alguna vez fue una izquierda con vocación social y espíritu crítico se redujo a una sigla sin contenido, sin estructura ni base electoral. En esta elección, ni siquiera logró articular una postura reconocible.
Las deficiencias, sin embargo, no fueron solo políticas. Desde el plano técnico, la reforma mostró debilidades estructurales, producto de su apresurada implementación. Los filtros de elegibilidad resultaron insuficientes. Si bien la apertura de candidaturas fue presentada como un gesto democratizador, muchos aspirantes llegaron con requisitos apenas formales, sin evaluaciones públicas de mérito ni criterios objetivos que ayudaran a distinguir entre trayectorias sólidas y postulaciones improvisadas. A esto se sumó la ausencia de competencia por parte de los partidos, que abandonaron también la posibilidad de elevar el estándar profesional del proceso.
El modelo de comunicación política tampoco cumplió su cometido de generar una ciudadanía informada. La información fue confusa, dispersa, mal calendarizada y carente de enfoque pedagógico. No hubo debates relevantes ni formatos que facilitaran la comparación de perfiles. La mayoría de la ciudadanía votó sin saber con claridad por qué elegía a un juez o qué implicaba ese cargo dentro del sistema democrático. La autoridad electoral no tuvo tiempo —ni herramientas suficientes— para traducir la importancia constitucional del proceso en una narrativa comprensible.
El modelo de fiscalización también requiere ajustes importantes. No solo para garantizar equidad y transparencia, sino para establecer límites claros al financiamiento y prevenir que el Poder Judicial se convierta en un espacio más de clientelismo político. En este apartado, deberá incluirse la revisión del uso de materiales de apoyo o “acordeones” durante el ejercicio del voto. La falta de reglas específicas permitió cierta permisividad que generó dudas sobre la validez de los sufragios. Será responsabilidad del INE definir con claridad los límites, condiciones y alcances de este tipo de instrumentos en los próximos procesos judiciales.
Todo lo anterior se reflejó directamente en la participación: apenas el 13% del padrón acudió a las urnas para elegir a quienes integrarán las más altas instancias del sistema judicial. Esta cifra, aunque jurídicamente válida, debe obligar a una reflexión institucional profunda sobre lo aprendido en esta primera experiencia, y a construir un marco normativo más específico, transparente y funcional de cara a la elección de 2027.
En este panorama, resalta un nombre que no puede pasar inadvertido: Hugo Aguilar Ortíz, abogado mixteco, defensor de los derechos de los pueblos originarios y próximo presidente de la Suprema Corte. Obtuvo alrededor de seis millones de votos —una cifra extraordinaria en una elección de baja participación—, lo que sugiere no solo eficacia territorial o respaldo institucional, sino una conexión genuina con sectores históricamente excluidos del sistema judicial. Su candidatura logró canalizar una narrativa distinta: justicia desde el territorio, no desde el escritorio; justicia con rostro indígena, que atrajo —quizá inesperadamente— adhesiones fuera del cálculo político habitual. Más allá de los señalamientos sobre el uso de acordeones o formatos prefabricados, su votación obliga a reconocer que estamos ante el surgimiento de un nuevo actor en el ajedrez político nacional, con legitimidad social y una narrativa simbólica de gran potencia.
La elección judicial de 2025 no debe verse solo como una experiencia inédita, sino como un punto de partida. Si este modelo habrá de continuar —como establece la Constitución—, se requieren revisiones urgentes: filtros más exigentes, campañas más expuestas al debate público, participación ciudadana informada, fiscalización rigurosa y, sobre todo, partidos y actores políticos que estén dispuestos a asumir su papel con responsabilidad histórica.
La justicia se ha abierto al voto popular. Es una realidad constitucional y no será de otra forma en los próximos años. No queda más que revisarla, fortalecerla y evaluarla. Y, llegado el momento, volver a someterla al juicio de las urnas en 2027.